La ciudad que dio a luz la Reforma Universitaria de 1918

Para comprender la aparición de un movimiento como la Reforma se hace necesario entender la ciudad que la engendró, inmersa en un territorio más extenso y en una historia más profunda, pero también en las propias contradicciones que le habían dado vida y a su vez la mantenían viva.

 

Por Elio Noé Salcedo

¿Era aquella Córdoba de 1918 la descripta por Sarmiento en el Facundo? ¿Aparte de ser “una de las ciudades más bonitas del continente”, como la describía nuestro comprovinciano, era solo una ciudad de campanarios, universidad teológica y seminario de clérigos, es decir una típica ciudad “medieval” en la que prevalecía su “gravedad española”? ¿Era acaso Córdoba, “personificación del espíritu conservador y monástico, opuesto a las tradiciones “liberales” expresadas en la Revolución de Mayo”, como se pregunta Alfredo Terzaga en Claves de la historia de Córdoba?
“Este antagonismo, bastante fácil y esquemático -se responde el historiador cordobés-, ha hecho su camino y ha tenido fortuna cada vez que se ha tratado de oponer, en una antítesis demasiado barata y fácilmente asimilable, la Argentina de los campanarios con la Argentina de las chimeneas”. Para que eso ocurriera, señala Terzaga en sus fundamentos, “ha sido preciso olvidar primero, el verdadero sentido de toda aquella tradición cordobesa”.
El antagonismo entre una Córdoba conservatista y clerical, y otra Córdoba progresista y liberal –advierte Terzaga-, “quedó patente y consagrado, como si se tratara de la coexistencia dramática de dos hermanos enemigos dentro de los reducidos límites del recinto urbano, cuando aparecieron en Córdoba movimientos nítidamente liberales como el del 80, y sobre todo, la agitación universitaria de la Reforma del 18”.
La transformación productiva

Fue precisamente a esa ciudad que llegaron los hijos de las olas inmigratorias que habían obtenido un lugar bajo el sol en la campaña cordobesa, debido al desarrollo exponencial durante los gobiernos roquistas, dando nacimiento a la clase media argentina, que unos años después se expresaría políticamente a través del yrigoyenismo.
No casualmente, un elemento por excelencia que estuvo en la raíz del Movimiento Reformista del 18 fue la propia “identidad de Córdoba y la emergencia de sus clases medias, surgidas de un desarrollo capitalista dependiente pero real, como la de otras regiones del país y de Latinoamérica”. La capital mediterránea sería en aquellos años el “lugar de encuentro entre el nuevo capitalismo agrario que avanzaba desde las fértiles praderas del Este, y la vieja Córdoba hispanocriolla que se extendía a sus espaldas hacia el norte y el Oeste”, como refiere el Dr. Roberto A. Ferrero en su Historia Crítica del Movimiento Estudiantil de Córdoba.
En Córdoba pervivía “debajo de las estructuras del conservatismo social… el viejo vino de la espiritualidad hispano-criolla que defendía Deodoro Roca, y que la juventud del ‘l8, retomó, modernizó y vertió en nuevos odres”.
En ese sentido, el yrigoyenismo no solo reunirá a la primera y segunda generación inmigratoria, sino que además incluirá en sus filas los restos del federalismo exterminado en la guerra del Paraguay y en las guerras civiles, que sobrevivirían en el roquismo. Precisamente integraron el yrigoyenismo en su carácter de primer movimiento nacional del siglo XX y sucesor de los anteriores movimientos nacionales del siglo XIX, los movimientos gremiales del campesinado argentino (Federación Agraria Argentina) y del movimiento estudiantil (Federación Universitaria Argentina). En ese sentido, el gobierno de Hipólito Yrigoyen daba lugar a una triple democratización: del poder, de la economía y de la cultura.

 

Las dos caras de la medalla

Podría decirse que la juventud cordobesa del 18 desechó los valores negativos de la “Córdoba conservadora, aristocrática y ultramontana”, pero conservando lo más positivo y perdurable de su tradición espiritual y cultural amasada en los tres siglos anteriores; rescató asimismo el espíritu liberal, provinciano y nacional de la Generación del 80, que defendía la separación de la Iglesia y el Estado en todo lo atinente al orden civil, propiciaba la educación laica y común, y había logrado en el campo de batalla político y militar la federalización de Buenos Aires y la nacionalización de la Aduana, requisitos básicos para la “organización nacional” y la creación de un verdadero y moderno Estado para todos y de todos, por cuyos logros se había desangrado la Argentina durante 70 años.
A su vez, aquella juventud se empapó, como nadie lo había hecho desde las guerras de la Independencia, del espíritu latinoamericanista de la Generación del 900 que integraran el cordobés Leopoldo Lugones, el santafesino Manuel Gálvez y el porteño Manuel Ugarte, y también el cubano José Martí (aunque muriera en 1898), el uruguayo Enrique Rodó y el nicaragüense Rubén Darío; y le añadió un sentido popular, democrático, antiimperialista y hasta socialista-romántico a su rebeldía, en una nueva síntesis nacional integradora, viniendo a ser una continuación histórica de las luchas anteriores.
En definitiva, en la ciudad mediterránea coexistían de alguna manera la Tradición y la Modernidad (como percibió Santiago Monserrat), la Córdoba criolla y la Córdoba inmigratoria (como marcara Alfredo Terzaga), y se expresaba una ciudad “bifacial”, como la describió Raúl Orgaz: con una cara mirando a la Pampa Gringa y la otra a la Argentina “peruana”, según la definiera desde Buenos Aires José Ingenieros con cierto tono despectivo; en suma, una ciudad abierta a la Reforma y a la recuperación de Nuestra Grande y Misma Patria. //

 


octubre/73, edición Nº 32, Año V, julio de 2017